EL PEQUEÑO EQUIPO que tengo el honor de entrenar se vuelve a enfrentar a la gran bestia del fútbol mundial. Nuestro gran desafío vuelve a ser sobreponernos a una máquina institucional y financiera. Las cifras hablan por si solas: el pantagruélico presupuesto de Goliat supera al nuestro en una décima.
Nuestros recursos son humildes pero significativos. Proceden en su mayoría de los bolsillos de panaderos, artesanos y pequeños mercaderes, de esos héroes cotidianos que en su conjunto conforman el pueblo catalán.
Ayer un chiquillo descalzo y harapiento se acercó a mí en una silla de ruedas con su hermano mayor, que lo empujaba. Me dijo, “Pep toma estos maravedíes, son todos mis ahorros”. Quise rechazarlos, por supuesto, pero Ximo, que así se llamaba, me dijo que había hecho el viaje ex profeso para darme personalmente ese dinero.
Pude habérmelo gastado ayer, mientras deambulaba con mis jugadores por la inhóspita calle de Fuencarral en busca de algún menú barato para no irnos a la cama con el estómago vacío. Pero no lo hice. Entre todos decidimos comprar seis barras de pan y compartirlas en el hostal. Para beber, agua del grifo.
¿Y los maravedíes de Ximo? Los tengo aquí, apretados en el puño para recordarme constantemente quiénes somos, de dónde venimos y a quién nos debemos; para no olvidar que nuestros pequeños triunfos pueden ser insignificantes para algunos, pero que a nosotros nos llenan de orgullo.
Mientras escribo estas líneas en la luz mortecina de la habitación que comparto con varios de mis compañeros veo a Puyol encorvado en el borde de la cama cosiéndole los calcetines de Messi, que ha insistido en ceder su cama a Bojan. El Pulga dormirá en el suelo.
Sí, seremos pequeños y humildes, pero somos una piña. Una puta piña.